El
gen egoísta
Las bases biológicas de nuestra conducta
Richard
Dawkins
SALVAT
Versión española de la nueva edición inglesa de la
obra The selfish gene, publicada por Oxford University Press
Traducción: Juana Robles Suárez
José Tola Alonso Diseño de cubierta: Ferran Caites / Montse Plass
© 1993 Salvat Editores, S.A., Barcelona
© Oxford University Press
ISBN: 84-345-8880-3 (Obra completa)
ISBN: 84-345-8885-4 (Volumen 5)
Depósito Legal: B-26328-1993
Publicada por Salvat Editores, S.A., Barcelona
Impresa por Printer, i.g.s.a., Agosto 1993
Printed in Spain
PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1976
El presente libro debiera ser leído casi como si
se tratase de ciencia-ficción. Su objetivo es apelar a la imaginación. Pero
esta vez es ciencia. «Más extraño que la ficción» podrá ser o no una frase
gastada; sirve, no obstante, para expresar exactamente cómo me siento respecto
a la verdad. Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a
ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre
de genes. Ésta es una realidad que aún me llena de asombro. A pesar de que lo
sé desde hace años, me parece que nunca me podré acostumbrar totalmente a la
idea. Una de mis esperanzas es lograr cierto éxito en provocar el mismo asombro
en los demás.
Tres lectores imaginarios miraron sobre
mi hombro mientras escribía y ahora les dedico el libro a ellos. El primero fue
el lector general, el profano en la materia. En consideración a él he evitado,
casi en su totalidad, el vocabulario especializado y cuando me he visto en la
necesidad de emplear términos de este tipo, los he definido. Me pregunto por
qué no censuramos, asimismo, la mayor parte de nuestro vocabulario
especializado en nuestras revistas científicas. He supuesto que el lector
profano carece de conocimientos especiales, pero no he dado por sentado que sea
estúpido. Cualquiera puede difundir los conocimientos científicos si simplifica
al máximo. Me he esforzado por tratar de divulgar algunas nociones sutiles y
complicadas en lenguaje no matemático, sin por ello perder su esencia. No sé
hasta qué punto lo he logrado, ni tampoco el éxito obtenido en otra de mis
ambiciones: tratar de que el presente libro sea tan entretenido y absorbente como
merece su tema. Durante mucho tiempo he sentido que la biología debiera ser tan
emocionante como una novela de misterio, ya que la biología es, exactamente,
una novela de misterio. No me atrevo a albergar la esperanza de haber logrado
comunicar más que una pequeña fracción de la excitación que esta materia
ofrece.
El experto fue mi segundo lector
imaginario. Ha sido un crítico severo que contenía vivamente el aliento ante
algunas de mis analogías y formas de expresión. Las frases favoritas de este
lector son: «con excepción de», «pero, por otra parte», y «¡uf!». Lo escuché
con atención, y hasta rehice completamente un capítulo en consideración a él,
pero al fin he tenido que contar la historia a mi manera. El experto aún no
quedará del todo satisfecho con mis soluciones. Sin embargo, mi mayor esperanza
radica en que aun él encontrará algo nuevo; una manera distinta de considerar
conceptos familiares, quizás, o hasta el estímulo para concebir nuevas ideas
propias. Si ésta es una aspiración demasiado elevada, ¿puedo, al menos, esperar
que el libro lo entretendrá durante un viaje en tren?
El tercer lector en quien pensé fue el
estudiante, aquel que está recorriendo la etapa de transición entre el profano
y el experto. Si aún no ha decidido en qué campo desea ser un experto, espero
estimularlo a que considere, una vez más, mi propio campo, el de la zoología.
Existe una razón mejor para estudiar zoología que el hecho de considerar su
posible «utilidad» o la de sentir una simpatía general hacia los animales. Esta
razón es que nosotros, los animales, somos el mecanismo más complicado y más
perfecto en cuanto a su diseño en el universo conocido. Al plantearlo de esta
manera es difícil comprender el motivo por el cual alguien estudia otra
materia. Respecto al estudiante que ya se ha comprometido con la zoología,
espero que mi libro pueda tener algún valor educativo. Se verá obligado a
recorrer con esfuerzo los documentos originales y los libros técnicos en los
cuales se ha basado mi planteamiento. Si encuentra que las fuentes originales
son difíciles de asimilar, quizá mi interpretación, que no emplea métodos
matemáticos, le sea de ayuda, aceptándola como una introducción, o bien como un
texto auxiliar.
Son obvios los peligros que entraña el
intento de llamar la atención a tres tipos distintos de lector. Sólo puedo
expresar que he sido muy consciente de estos peligros, pero también me pareció
que los superaban las ventajas que ofrecía el intento.
Soy un etólogo, y este libro trata del
comportamiento de los animales. Es evidente mi deuda a la tradición etológica
en la cual fui educado. Debo mencionar, en especial, a Niko Tinbergen, quien
desconoce hasta qué punto fue grande su influencia sobre mí durante los doce
años en que trabajé bajo sus órdenes en Oxford. El término «máquina de
supervivencia», aun cuando en realidad no le pertenece, bien podría ser suyo.
La etología se ha visto recientemente fortalecida por una invasión de ideas
nuevas provenientes de fuentes no consideradas, tradicionalmente, como
etológicas. El presente libro se basa, en gran medida, en estas nuevas ideas.
Sus creadores son reconocidos en los pasajes adecuados del texto; las figuras
sobresalientes son G. G. Williams, J. Maynard Smith, W. D. Hamilton y R. L.
Trivers.
Varias personas sugirieron para el libro
títulos que yo he utilizado, con gratitud, como títulos de diversos capítulos:
«Espirales inmortales», John Krebs; «La máquina de genes», Desmond Morris; “Gen
y parentesco” («Genesmanship», palabra compuesta de genes = genes; man
= hombre y la partícula ship que podríamos traducir como afinidad),
Tim Clutton-Brock y Jean Dawkins, independientemente, y ofreciendo mis
disculpas a Stephen Potter.
Los lectores imaginarios pueden servir
como objetivos de meritorias esperanzas y aspiraciones, pero su utilidad
práctica es menor que la ofrecida por verdaderos lectores y críticos. Soy muy
aficionado a las revisiones y he sometido a Marian Dawkins a la lectura de
incontables proyectos y borradores de cada página. Sus considerables
conocimientos de la literatura sobre temas biológicos y su comprensión de los
problemas teóricos, junto con su ininterrumpido estímulo y apoyo moral, han
sido esenciales para mí. John Krebs también leyó la totalidad del libro en
borrador. Conoce el tema mejor que yo, y ha sido magnánimo y generoso en cuanto
a sus consejos y sugerencias. Glenys Thomson y Walter Bodmer criticaron, de
manera bondadosa pero enérgica, el tratamiento que yo hago de los tópicos
genéticos. Temo que la revisión que he efectuado aún pueda no satisfacerles,
pero tengo la esperanza de que lo encontrarán algo mejor. Les estoy muy
agradecido por el tiempo que me han dedicado y por su paciencia. John Dawkins
empleó su certera visión para detectar frases ambiguas que podían inducir a
error y ofreció excelentes y constructivas sugerencias para expresar con
palabras más adecuadas los mismos conceptos. No hubiese podido aspirar a un
«profano inteligente» más adecuado que Maxwell Stamp. Su perceptivo
descubrimiento de una importante falla general en el estilo del primer borrador
ayudó mucho en la redacción de la versión final. Otros que efectuaron críticas
constructivas a determinados capítulos, o en otros aspectos otorgaron su
consejo de expertos, fueron John Maynard Smith, Desmond Morris, Tom Maschler,
Nick Blurton Jones, Sarah Kettlewell, Nick Humphrey, Tim Glutton-Brock, Louise
Johnson, Christopher Graham, Geoff Parker y Robert Trivers. Pat Searle y
Stephanie Verhoeven no sólo mecanografiaron con habilidad sino que también me
estimularon, al parecer que lo hacían con agrado. Por último, deseo expresar mi
gratitud a Michael Rodgers de la Oxford University Press, quien, además de
criticar, muy útilmente, el manuscrito, trabajó mucho más de lo que era su
deber al atender a todos los aspectos de la producción de este libro.
richard dawkins
En la docena de años transcurridos desde
la publicación de El gen egoísta, su mensaje central se ha transformado
en ortodoxia en los libros de texto. Esto es paradójico, si bien no de manera
obvia. No fue uno de esos libros tachados de revolucionarios cuando se publican
y que van ganando conversos poco a poco hasta convertirse en tan ortodoxo que
ahora nos preguntamos el porqué de la protesta. Por el contrario, al principio
las críticas fueron gratificantemente favorables y no se consideró un libro
controvertido. Con el tiempo aumentó su fama de conflictivo, y hoy día suele
considerarse una obra radicalmente extremista. Sin embargo, al mismo tiempo que
ha aumentado su fama de radical, el contenido real del libro parece
cada vez menos extremista, más y más moneda corriente.
La teoría del gen egoísta es la teoría
de Darwin, expresada de una manera que Darwin no eligió pero que me gustaría
pensar que él habría aprobado y le habría encantado. Es de hecho una consecuencia
lógica del neo-darwinismo ortodoxo, pero expresado mediante una imagen nueva.
Más que centrarse en el organismo individual, adopta el punto de vista del gen
acerca la naturaleza. Se trata de una forma distinta de ver, no es una teoría
distinta. En las páginas introductorias de The Extended Phenotype lo
expliqué utilizando la metáfora del cubo de Necker.
Se trata de un dibujo bidimensional,
trazado con tinta sobre papel, pero se percibe como un cubo transparente
tridimensional. Mírelo unos pocos segundos y cambiará para orientarse en una
dirección diferente. Continúe mirándolo y volverá a tener el cubo original.
Ambos cubos son igualmente compatibles con los datos bidimensionales de la
retina, de modo que el cerebro los alterna caprichosamente. Ninguno es más
correcto que el otro. Mi punto de vista fue que existen dos caminos de
considerar la selección natural, la aproximación desde el punto de vista del
gen y la aproximación desde el individuo. Entendidos apropiadamente son
equivalentes, son dos visiones de la misma verdad. Podemos saltar de uno al
otro y será todavía el mismo neo-darwinismo.
Pienso ahora que esta metáfora fue
demasiado cautelosa. Más que proponer una nueva teoría o descubrir un nuevo
hecho, con frecuencia la contribución más importante que puede hacer un
científico es descubrir una nueva manera de ver las antiguas teorías y hechos.
El modelo del cubo de Necker es erróneo debido a que sugiere que las dos
maneras de verlo son igual de buenas. Efectivamente, la metáfora es
parcialmente cierta: “los puntos de vista”, a diferencia de la teorías, no se
pueden juzgar mediante experimentos; no podemos recurrir a nuestros criterios
familiares de verificación y refutación. Sin embargo, un cambio del punto de
vista, en el mejor de los casos, puede lograr algo más elevado que una teoría.
Puede conducir a un clima general de pensamiento, en el cual nacen teorías
excitantes y comprobables, y se ponen al descubierto hechos no imaginados. La
metáfora del cubo de Necker ignora esto por completo. Percibe la idea de un
cambio del punto de vista pero falla al hacer justicia a su valor. No estamos
hablando de un salto a un punto de vista equivalente sino, en casos extremos,
de una transfiguración.
Me apresuraré a afirmar que no incluyo
mi modesta contribución en ninguna de estas categorías. Sin embargo, por este
tipo de razón prefiero no establecer una separación clara entre la ciencia y su
“divulgación”. Exponer ideas que previamente sólo han aparecido en la
literatura especializada es un arte difícil. Requiere nuevos giros penetrantes
del lenguaje y metáforas reveladoras. Si se impulsa la novedad del lenguaje y
la metáfora suficientemente lejos, se puede acabar creando una nueva forma de
ver las cosas. Y una nueva forma de ver las cosas, como acabo de argumentar,
puede por derecho propio hacer una contribución original a la ciencia. El
propio Einstein no estuvo considerado como un divulgador y yo he sospechado con
frecuencia que sus vivas metáforas hacen más que ayudarnos al resto de
nosotros. ¿No alimentarían también su genio creativo?
El punto de vista del gen acerca del
darwinismo está implícito en los escritos de R. A. Fisher y otros grandes
pioneros del neo-darwinismo de principios de la década de los años treinta, si
bien se hizo explícito en la década de los sesenta de la mano de W. D. Hamilton
y G. C. Williams. Para mí su percepción tuvo carácter visionario. Sin embargo,
encontré que sus expresiones eran demasiado lacónicas, no suficientemente
asimilables. Estaba convencido de que una versión ampliada y desarrollada podía
poner en su sitio todas las cosas referentes a la vida, tanto en el corazón
como en la mente. Escribiría un libro acerca del punto de vista del gen con
respecto a la evolución. Debería concentrar sus ejemplos en el comportamiento
social para ayudar a corregir el inconsciente seleccionismo de grupo que
pervivía en el darwinismo popular. Empecé el libro en 1972, cuando los cortes
de corriente resultantes de los conflictos en la industria interrumpían mis
investigaciones en el laboratorio. Por desgracia (desde este punto de vista)
los apagones acabaron después de haber redactado únicamente dos capítulos, y
arrinconé el proyecto hasta que disfruté de un año sabático en 1975. Mientras
tanto, la teoría se había propagado de manera notable gracias a John Maynard
Smith y Robert Trivers. Ahora veo que era uno de esos períodos misteriosos en
los que las nuevas ideas están flotando en el aire. Escribí El gen egoísta en
algo parecido a un arrebato de excitación.
Cuando Oxford University Press se puso en
contacto conmigo para publicar una segunda edición, insistieron en que era
inadecuado realizar una revisión exhaustiva convencional página a página.
Existen muchos libros que, desde su concepción, están destinados obviamente a
tener ediciones sucesivas, pero El gen egoísta no era de este tipo. La
primera edición se impregnó del frescor de los tiempos en que fue escrita. Se
vivían aires de revolución, de un amanecer maravilloso al estilo de Wordsworth.
Era una lástima modificar un hijo de aquellos tiempos, engrosándolo con nuevos
hechos o arrugándolo con complicaciones y advertencias. Así pues, el texto
original permanecería con sus imperfecciones y sus opiniones sexistas. Las
notas finales abarcarían las correcciones, respuestas y desarrollos. Y habría capítulos
completamente nuevos sobre temas cuya novedad alimentaría en los nuevos tiempos
el amanecer revolucionario. El resultado han sido los capítulos XII y XIII.
Para escribirlos me he inspirado en los dos libros aparecidos en este campo que
he encontrado más excitantes durante los años transcurridos: The Evolution
of Cooperation, de Robert Axelrod, que parece ofrecer una cierta esperanza
a nuestro futuro, y mi propia obra The Extended Phenotype, que me ha
absorbido estos años y que probablemente es lo mejor que he escrito nunca.
El título del capítulo XII, “Los buenos
chicos acaban primero” está tomado del programa de televisión Horizon, de
la BBC, que presenté en 1985. Se trataba de un documental de cincuenta minutos
acerca de aproximaciones mediante la teoría de juegos a la evolución de la
cooperación, producido por Jeremy Taylor. La realización de esta película y de
otra, The Blind Watchmaker, con la misma productora, hizo que adquiriese
un nuevo respeto por estos profesionales de la televisión. Los productores de Horizon
se vuelven estudiantes expertos avanzados de los temas que tratan. El
capítulo XII debe más que su título a mis experiencias trabajando en estrecha
colaboración con Jeremy Taylor y su equipo de Horizon, y les
estoy
agradecido por ello.
Recientemente he tenido noticia de un hecho desagradable: existen
científicos influyentes que tienen la costumbre de poner sus nombres en
publicaciones en cuya elaboración no han tomado parte. Al parecer, algunos
científicos de renombre reclaman sus derechos de autor en un trabajo cuando
toda su contribución ha consistido en conseguir instalaciones, obtener fondos y
realizar una lectura del manuscrito. ¡Por lo que sé, las famas de ciertos
científicos se pueden haber cimentado en el trabajo de sus estudiantes y
colegas! No se qué se puede hacer para luchar contra esta falta de honradez.
Posiblemente los editores de las revistas deberían pedir declaraciones juradas
acerca de cuál ha sido la contribución de cada autor. Sin embargo, esto está
fuera de lugar. La razón que me ha impulsado a poner de relieve este asunto
aquí es el contraste. Helena Cronin ha hecho tanto por mejorar cada línea cada
palabra— de los nuevos capítulos de este libro, que si no fuera por su firme
rechazo la hubiera mencionado como coautora de los mismos. Le estoy
profundamente agradecido y siento que todo mi agradecimiento tenga que
limitarse a estas líneas. Doy también las gracias a Mark Ridley, Marian Dawkins
y Alan Grafen por sus consejos y su crítica constructiva acerca de aspectos particulares.
Thomas Webster, Hilary McGlynn y otras personas de la Oxford University Press
toleraron mis
caprichos y mis dilaciones.
richard dawkins
I. ¿POR QUÉ EXISTE LA GENTE?
La vida inteligente sobre un planeta
alcanza su mayoría de edad cuando resuelve el problema de su propia existencia.
Si alguna vez visitan la Tierra criaturas superiores procedentes del espacio,
la primera pregunta que formularán, con el fin de valorar el nivel de nuestra
civilización, será: «¿Han descubierto, ya, la evolución?» Los organismos
vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de
tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida
por uno de ellos. Por un hombre llamado Charles Darwin. Para ser justos debemos
señalar que otros percibieron indicios de la verdad, pero fue Darwin quien
formuló una relación coherente y valedera del por qué existimos. Darwin nos
capacitó para dar una respuesta sensata al niño curioso cuya pregunta encabeza
este capítulo. Ya no tenemos necesidad de recurrir a la superstición cuando nos
vemos enfrentados a problemas profundos tales como: ¿Existe un significado de
la vida?, ¿por qué razón existimos?, ¿qué es el hombre? Después de formular la
última de estas preguntas, el eminente zoólogo G. G. Simpson afirmó lo
siguiente: «Deseo insistir ahora en que todos los intentos efectuados para
responder a este interrogante antes de 1859 carecen de valor, y en que
asumiremos una posición más correcta si ignoramos dichas respuestas por
completo.»[1]
En la actualidad, la teoría de la
evolución está tan sujeta a dudas como la teoría de que la Tierra gira
alrededor del Sol, pero las implicaciones totales de la revolución de Darwin no
han sido comprendidas, todavía, en toda su amplitud. La zoología es, hasta el presente,
una materia minoritaria en las universidades, y aun aquellos que escogen su
estudio a menudo toman su decisión sin apreciar su profundo significado
filosófico. La filosofía y las materias conocidas como «humanidades» todavía
son enseñadas como si Darwin nunca hubiese existido. No hay duda que esta
situación será modificada con el tiempo. En todo caso, el presente libro no
tiene el propósito de efectuar una defensa general del darwinismo. En cambio,
examinará las consecuencias de la teoría de la evolución con el fin de
dilucidar un determinado problema. El propósito de este autor es examinar la
biología del egoísmo y del altruismo.
Aparte su interés académico, es obvia la
importancia humana de este tema. Afecta a todos los aspectos de nuestra vida
social, a nuestro amor y odio, lucha y cooperación, al hecho de dar y de robar,
a nuestra codicia y a nuestra generosidad. Estos aspectos fueron tratados en Sobre
la agresión de Lorenz, The Social Contract de Ardrey y Love and
Hate de Eibl-Eibesfeldt. El problema con estos libros es que sus autores se
equivocaron por completo. Se equivocaron porque entendieron de manera errónea
cómo opera la evolución. Supusieron, incorrectamente, que el factor importante
en la evolución es el bien de la especie (o grupo) en lugar del bien del
individuo (o gen). Resulta irónico que Ashley Montagu criticara a Lorenz
calificándolo como «descendiente directo de los pensadores del siglo xix» que opinaban que la naturaleza es
«roja en uñas y dientes». Por lo que yo sé de lo que opina Lorenz sobre la
evolución, él estaría de acuerdo con Montagu en rechazar las implicaciones de
la famosa frase de Tennyson. A diferencia de ambos, pienso que la naturaleza en
su estado puro, «la naturaleza roja en uñas y dientes», resume admirablemente nuestra
comprensión moderna de la selección natural.
Antes de enunciar mi planteamiento,
deseo explicar brevemente de qué tipo de razonamiento se trata y qué tipo de
razonamiento no es. Si se nos dijese que un hombre ha vivido una larga y
próspera vida en el mundo de los gangsters de Chicago, estaríamos en nuestro
derecho para formular algunas conjeturas sobre el tipo de hombre que sería.
Podríamos esperar que poseyese cualidades tales como dureza, rapidez con el
gatillo y habilidad para atraerse amigos leales. Éstas no serían unas
deducciones infalibles, pero se pueden hacer algunas inferencias sobre el
carácter de un hombre si se conocen, hasta cierto punto, las condiciones en que
ha sobrevivido y prosperado. El planteamiento del presente libro es que nosotros,
al igual que todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros
genes. De la misma manera que los prósperos gangsters de Chicago, nuestros
genes han sobrevivido, en algunos casos durante millones de años, en un mundo
altamente competitivo. Esto nos autoriza a suponer ciertas cualidades en
nuestros genes. Argumentaré que una cualidad predominante que podemos esperar
que se encuentre en un gen próspero será el egoísmo despiadado. Esta cualidad
egoísta del gen dará, normalmente, origen al egoísmo en el comportamiento
humano. Sin embargo, como podremos apreciar, hay circunstancias especiales en
las cuales los genes pueden alcanzar mejor sus objetivos egoístas fomentando
una forma limitada de altruismo a nivel de los animales individuales. «Especiales»
y «limitada» son palabras importantes en la última frase. Por mucho que
deseemos creer de otra manera, el amor universal y el bienestar de las especies
consideradas en su conjunto son conceptos que, simplemente, carecen de sentido
en cuanto a la evolución.
Esto me lleva al primer punto que deseo
establecer sobre lo que no es este libro. No estoy defendiendo una
moralidad basada en la evolución.[1] Estoy diciendo cómo han evolucionado las cosas. No estoy planteando
cómo nosotros, los seres humanos, debiéramos comportarnos. Subrayo este punto
pues sé que estoy en peligro de ser mal interpretado por aquellas personas,
demasiado numerosas, que no pueden distinguir una declaración que denote
convencimiento de una defensa de lo que debería ser. Mi propia creencia es que
una sociedad humana basada simplemente en la ley de los genes, de un egoísmo
cruel universal, sería una sociedad muy desagradable en la cual vivir. Pero,
desgraciadamente, no importa cuánto deploremos algo, no por ello deja de ser
verdad. Este libro tiene como propósito principal el de ser interesante, pero
si el lector extrae una moraleja de él, debe considerarlo como una advertencia.
Una advertencia de que si el lector desea, tanto como yo, construir una
sociedad en la cual los individuos cooperen generosamente y con altruismo al
bien común, poca ayuda se puede esperar de la naturaleza biológica. Tratemos de
enseñar la generosidad y el altruismo, porque hemos nacido egoístas.
Comprendamos qué se proponen nuestros genes egoístas, pues entonces tendremos
al menos la oportunidad de modificar sus designios, algo a que ninguna otra
especie ha aspirado jamás.
Como corolario a estas observaciones
sobre la enseñanza, debemos decir que es una falacia —sea dicho de paso, muy
común— el suponer que los rasgos genéticamente heredados son, por definición,
fijos e inmodificables. Nuestros genes pueden ordenarnos ser egoístas, pero no
estamos, necesariamente, obligados a obedecerlos durante toda nuestra vida.
Sería más fácil aprender a ser altruistas si estuviésemos genéticamente
programados para ello. El hombre es, entre los animales, el único dominado por
la cultura, por influencias aprendidas y transmitidas de una generación a otra.
Algunos afirmarán que la cultura es tan importante que los genes, sean egoístas
o no, son virtualmente irrelevantes para la comprensión de la naturaleza
humana. Otros estarán en desacuerdo con la observación anterior. Todo depende
de la posición que se asuma en el debate «naturaleza frente a educación»,
consideradas como determinantes de los atributos humanos. Este planteamiento me
lleva a establecer el segundo punto aclaratorio de lo que no es este libro: no
es una defensa de una posición u otra en la controversia naturaleza/educación.
Naturalmente poseo una opinión a este respecto, pero no voy a expresarla
excepto hasta donde queda implícita en la perspectiva de la cultura que
presentaré en el capítulo final. Si los genes, efectivamente, resultan ser
totalmente irrelevantes en cuanto a la determinación del comportamiento humano
moderno, si realmente somos únicos entre los animales a este respecto, es por
lo menos interesante preocuparse sobre la regla en la cual, tan recientemente,
hemos llegado a ser la excepción. Y si nuestra especie no es tan excepcional
como a nosotros nos agradaría pensar, es todavía más importante el estudio de
dicha regla.
Como tercer punto, podemos señalar que
este libro tampoco es un informe descriptivo del comportamiento detallado del
hombre o de cualquier otra especie animal en particular. Utilizaré detalles objetivos
sólo como ejemplos ilustrativos. No diré: si observan el comportamiento del
mandril descubrirán que es egoísta; por lo tanto, es probable que el
comportamiento humano también lo sea. La lógica del argumento de mi «gángster
de Chicago» es totalmente distinta. Se trata de lo siguiente: los seres humanos
y los mandriles han evolucionado de acuerdo a una selección natural. Si se
considera la forma en que ésta opera, se puede deducir que cualquier ser que
haya evolucionado por selección natural será egoísta. Por lo tanto, debemos
suponer que cuando nos disponemos a observar el comportamiento de los
mandriles, de los seres humanos y de todas las demás criaturas vivientes,
encontraremos que son egoístas. Si descubrimos que nuestra expectativa era
errónea, si observamos que el comportamiento humano es verdaderamente
altruista, entonces nos enfrentamos a un hecho enigmático, algo que requiere
una explicación.
Antes de seguir adelante, necesitamos
una definición. Un ser, como el mandril, se dice que es altruista si se
comporta de tal manera que contribuya a aumentar el bienestar de otro ser
semejante a expensas de su propio bienestar. Un comportamiento egoísta produce
exactamente el efecto contrario.
El «bienestar» se define como
«oportunidades de supervivencia», aun cuando el efecto sobre las probabilidades
reales de vida y muerte sea tan pequeño que parezca insignificante.
Una de las consecuencias sorprendentes
de la versión moderna de la teoría darwiniana es que las pequeñas influencias,
aparentemente triviales, pueden ejercer un impacto considerable en la
evolución. Esto se debe a la enorme cantidad de tiempo disponible para que
tales influencias se hagan sentir.
Es importante tener en cuenta que las
definiciones dadas anteriormente sobre el altruismo y el egoísmo son relativas
al comportamiento, no son subjetivas. No estoy tratando, en este caso,
de la psicología de los motivos. No voy a discutir si la gente que se comporta
de manera altruista lo está haciendo «realmente» por motivos egoístas, secretos
o subconscientes. Tal vez sea así o tal vez no, y quizá nunca lo sepamos, pero
en todo caso ello no concierne al tema del presente libro. A mi definición sólo
le concierne si el efecto de un acto determinará que disminuyan o
aumenten las perspectivas de supervivencia del presunto altruista y las
posibilidades de supervivencia del presunto beneficiario.
Es un asunto muy complejo el demostrar
los efectos del comportamiento en cuanto a perspectivas de supervivencia a
largo plazo. En la práctica, cuando aplicamos la definición al comportamiento
real, debemos modificarla empleando la palabra «aparentemente». Un acto
aparentemente altruista es el que parece, superficialmente, como si tendiese
(no importa cuan ligeramente) a causar la muerte al altruista, y a conferir al
receptor mayores esperanzas de supervivencia. A menudo resulta, al ser
analizados con más detenimiento, que los actos aparentemente altruistas son en
realidad actos egoístas disfrazados. Una vez más, no quiero decir que los
motivos implícitos sean secretamente egoístas, sino que los efectos reales del
acto en cuanto a perspectivas de supervivencia son el reverso de lo que al
principio creíamos.
Voy a dar algunos ejemplos de
comportamiento aparentemente egoísta y de comportamiento aparentemente
altruista. Es difícil desterrar los hábitos subjetivos de pensamiento cuando
nos estamos refiriendo a nuestra propia especie, de tal manera que, en lugar de
ello, seleccionaré ejemplos tomados de otros animales. Presentaré en primer
término diversos ejemplos de comportamiento egoísta de animales individuales.
Las gaviotas de cabeza negra anidan en
grandes colonias, quedando los nidos sólo a unos cuantos palmos de distancia
unos de otros. Cuando los polluelos recién salen del cascarón son pequeños e
indefensos y no ofrecen ninguna dificultad para ser devorados. Es un hecho
bastante común que una gaviota espere que una vecina se aleje, probablemente en
búsqueda de un pez con que alimentarse, para dejarse caer sobre los polluelos
que han quedado momentáneamente solos y vaciar el nido. De tal modo obtiene una
buena y nutritiva comida sin tomarse la molestia de pescar un pez y sin tener
que dejar su propio nido desprotegido.
Más conocido es el macabro canibalismo
de la mantis religiosa. Las mantis son grandes insectos carnívoros. Normalmente
comen pequeños insectos como las moscas, pero suelen atacar a cualquier ser que
se mueva. Cuando se acoplan, el macho, cautelosamente, trepa sobre la hembra
hasta quedar montado sobre ella, y copula. Si la hembra tiene la oportunidad,
lo devorará empezando por arrancarle la cabeza de un mordisco, ya sea cuando el
macho se está aproximando, inmediatamente después que la monta o después que se
separan. Parecería más sensato que ella esperase hasta el término de la
copulación antes de empezar a comérselo. Pero la pérdida de la cabeza no parece
afectar al resto del cuerpo del macho en su avance sexual. En realidad, ya que
en la cabeza del insecto es donde se encuentran localizados algunos centros
nerviosos inhibitorios, es posible que la hembra mejore la actuación sexual del
macho al devorarle la cabeza.[1] De ser así, es un beneficio adicional. El beneficio primordial es que
consigue una buena comida.
La palabra «egoísta» podrá parecer una
subestimación de la realidad para casos tan extremos como el canibalismo, aun
cuando éstos encajan bien en nuestra definición. Tal vez podamos simpatizar más
directamente con el reputado comportamiento cobarde de los grandes pingüinos de
la Antártida. Se les ha observado parados al borde del agua, dudando antes de
sumergirse, debido al peligro de ser comidos por las focas. Si solamente uno de
ellos se sumergiera el resto podría saber si hay allí o no una foca.
Naturalmente nadie desea ser el conejillo de Indias, de tal manera que esperan
y en ocasiones hasta tratan de empujarse al agua unos a otros.
Con mayor frecuencia, el comportamiento
egoísta puede simplemente consistir en negarse a compartir algún recurso
apreciado como podría ser la comida, el territorio o los compañeros sexuales.
Daremos ahora algunos ejemplos de comportamiento altruista.
El comportamiento de las abejas obreras,
prontas a clavar su aguijón, constituye una defensa muy efectiva contra los
ladrones de miel. Pero las abejas que efectúan tal acto son guerreros kamikaze.
Al clavar el aguijón algunos órganos vitales internos son, normalmente,
arrancados del cuerpo de la abeja y ésta muere poco tiempo después. Su misión
suicida puede haber salvado los almacenamientos de comida indispensables para
la colonia, pero ella no estará presente para cosechar los beneficios. Según
nuestra definición, éste es un acto de comportamiento altruista. Recuérdese que
no estamos hablando de motivos conscientes. Pueden o no estar presentes, tanto
en este ejemplo como en los anteriores referentes al egoísmo, pero son irrelevantes
para nuestra definición.
Dar la vida a cambio de la de los amigos
es, obviamente, un acto altruista, pero también lo es el asumir un leve riesgo
por ellos. Muchos pájaros pequeños, cuando ven a un ave rapaz tal como el
halcón, emiten una «llamada de alarma» característica, que al ser escuchada
hace que la bandada inicie una acción evasiva adecuada. Existe una evidencia
indirecta de que el pájaro que da la señal de alarma se sitúa ante un peligro
especial, pues atrae la atención del ave rapaz, de forma particular, hacia
ella. Es sólo un leve riesgo adicional, pero sin embargo parece, al menos a
primera vista, calificarse como un acto altruista según nuestra definición.
Los actos más comunes y más
sobresalientes de altruismo animal son efectuados por los padres, especialmente
por las madres, en beneficio de sus hijos. Pueden incubarlos, ya sea en nidos o
en sus propios cuerpos, alimentarlos a un enorme costo para sí mismos, y
afrontar grandes riesgos con el fin de protegerlos de los predadores. Para tomar
sólo un ejemplo individual, citaremos el de los pájaros que anidan en la tierra
y que desempeñan la llamada «exhibición de distracción» cuando se acerca un
predador como el zorro. El pájaro padre se aleja cojeando del nido, arrastrando
un ala como si la tuviese quebrada. El predador, apreciando una presa fácil, es
alejado mediante el engaño del nido que contiene los polluelos. Finalmente, el
pájaro padre deja de fingir y levanta el vuelo justo a tiempo para escapar de
las fauces del zorro. Es probable que haya salvado la vida de sus polluelos,
pero a cierto riesgo de la suya propia.
No estoy tratando de hacer hincapié en
algo determinado al narrar estas historias. Los ejemplos nunca constituyen una
evidencia seria para hacer una generalización útil. Estos relatos sólo tienen
la intención de servir de ilustraciones a lo que yo entiendo por comportamiento
altruista y comportamiento egoísta. Este libro demostrará que tanto el egoísmo
individual como el altruismo individual son explicados por la ley fundamental
que yo denomino egoísmo de los genes. Pero primero debo referirme a una
explicación particularmente errónea del altruismo, ya que es ampliamente
conocida y con frecuencia se enseña en las escuelas.
Esta explicación está basada en la mala
interpretación que ya he señalado, y dice que las criaturas evolucionan y
efectúan actos «en bien de la especie» o «en beneficio del grupo». Es fácil
apreciar cómo esta idea se gestó en biología. La mayor parte de la vida animal
está dedicada a la reproducción y la mayoría de los actos altruistas, de
autosacrificio, que se observan en la naturaleza son realizados por los padres
en beneficio de sus hijos. «Perpetuación de la especie» es un eufemismo común
para denominar la reproducción, y es indudablemente una consecuencia de
la reproducción. Requiere tan sólo «estirar un poco» la lógica para deducir que
la «función» de la reproducción es perpetuar la especie. Aceptado este
principio, sólo hay que dar un pequeño paso en falso para concluir que los
animales se comportarán, en general, de tal manera que favorecerán la
perpetuación de las especies. El altruismo hacia miembros similares de su
especie se deducirá de esa premisa.
Esta línea de pensamiento puede ser
puesta en términos vagamente darwinianos. La evolución opera por selección
natural y la selección natural significa la supervivencia diferencial de los
«más aptos». Pero, ¿estamos hablando sobre los individuos más aptos, las razas
más aptas, las especies más aptas, o de qué? En algunos casos, esto no tiene
mayor importancia, pero cuando hablamos de altruismo es, obviamente, crucial.
Si son las especies las que están compitiendo en lo que Darwin llamó la lucha
por la existencia, el individuo parece ser considerado como un peón en el juego
destinado a ser sacrificado cuando el interés primordial de la especie,
considerada en su conjunto, así lo requiera. Para plantearlo de una manera un
poco menos respetable, un grupo, tal como una especie o una población dentro de
una especie, cuyos miembros individuales estén preparados para sacrificarse a
sí mismos por el bienestar del grupo, puede tener menos posibilidades de
extinguirse que un grupo rival cuyos miembros individuales sitúan, en primer
lugar, sus propios intereses egoístas. Por lo tanto, el mundo llega a poblarse,
principalmente, por grupos formados por individuos resueltos a sacrificarse a
sí mismos. Ésta es la teoría de la «selección de grupos», asumida como
verdadera desde hace mucho tiempo por biólogos no familiarizados con los
detalles de la teoría de la evolución publicada en un famoso libro de V. C.
Wynne Edwards y divulgada por Robert Ardrey en The Social Contract. La
alternativa ortodoxa es denominada, normalmente, «selección individual», aun
cuando yo, personalmente, prefiero hablar de selección de genes.
La pronta respuesta del partidario de la
«selección individual» al argumento recién planteado podría ser algo así: aun
en el grupo de los altruistas habrá, casi con certeza, una minoría que disienta
y que rehúse hacer cualquier sacrificio en bien de los demás, y si existe sólo
un rebelde egoísta, preparado para explotar el altruismo de los otros, él, por
definición, tendrá mayores posibilidades de sobrevivir y de tener hijos. Cada
uno de estos hijos tenderá a heredar sus rasgos egoístas. Luego de
transcurridas varias generaciones de esta selección natural, el «grupo
altruista» será superado por los individuos egoístas hasta llegar a
identificarse con el grupo egoísta. Aun si hacemos la concesión de admitir el
caso improbable de que existan grupos puramente altruistas, sin rebeldes, es
muy difícil imaginar cuáles serían los factores que pudieran impedir la
migración de individuos egoístas provenientes de grupos egoístas vecinos y
evitar que éstos, mediante el matrimonio entre miembros de ambos grupos,
contaminasen la pureza de los grupos altruistas.
El partidario de la selección individual
estará de acuerdo en admitir que los grupos se extinguen y, sea o no cierto
este hecho, admitirá que los grupos pueden ser influenciados por el
comportamiento de los individuos que los forman. Estará de acuerdo, también, en
que si solamente los individuos de un grupo tuviesen el don de la
previsión podrían apreciar que, a largo plazo, lo que más favorece sus
intereses es la restricción de su codicia egoísta con el fin de impedir la destrucción
de todo el grupo. ¿Cuántas veces se le habrá dicho esto en los últimos años a
la clase trabajadora de Gran Bretaña? Pero la extinción del grupo es un proceso
lento comparado con el rápido proceso de eliminación, producto de la
competencia individual. Aun cuando el grupo se encuentra en un proceso lento
pero inexorable de decadencia, los individuos egoístas prosperan a corto plazo
a expensas de los altruistas. Los ciudadanos de Gran Bretaña pueden o no tener
el don de la previsión, pero la evolución es ciega en lo que respecta al
futuro.
A pesar de que la teoría de la selección
de grupos encuentra hoy poco apoyo en las filas de aquellos biólogos
profesionales que comprenden la evolución, ejerce una gran atracción intuitiva.
Sucesivas promociones de estudiantes de zoología se sorprenden al terminar sus
estudios y descubrir que la teoría de la selección de grupos no está de acuerdo
con la teoría ortodoxa. No se les puede culpar a ellos, ya que en la Nuffield
Biology Teacher's Guide, destinada a los profesores de biología a un nivel
avanzado en Gran Bretaña, encontramos lo siguiente: «En los animales superiores
el comportamiento puede adquirir la forma de suicidio individual con el fin de
asegurar la supervivencia de la especie.» El autor anónimo de esta guía ignora
felizmente el hecho de que ha expresado algo polémico. A este respecto
encuentra compañía en ganadores del Premio Nobel. Konrad Lorenz, en su libro Sobre
la agresión, habla de las funciones del comportamiento agresivo en la
«preservación de las especies», y una de estas funciones sería el asegurarse de
que sólo a los individuos más aptos se les permite procrear. Ésta es una
muestra de un argumento tortuoso, pero lo que yo deseo destacar aquí es que la
noción de la selección de grupo está tan arraigada que Lorenz, al igual que el
autor de la Nuffield Guide, no se dio cuenta de que sus declaraciones se
oponían a la teoría darwiniana ortodoxa.
Recientemente escuché un encantador
ejemplo de lo mismo —en otros aspectos— en un excelente programa de televisión
de la BBC sobre las arañas australianas. La «experta» del programa hizo la
observación de que la vasta mayoría de las arañas recién nacidas terminaban
siendo presa de otras especies, y luego continuó diciendo: «Quizá sea éste el
verdadero fin de su existencia, ¡ya que sólo unas cuantas necesitan sobrevivir
para que la especie sea preservada!»
Robert Ardrey, en The Social
Contract, empleó la teoría de la selección de grupo para explicar todo el
orden social en general. Evidentemente, consideró al hombre como una especie
que se ha desviado del camino de rectitud seguido por los animales. Ardrey, por
lo menos, hizo su tarea. Su decisión de disentir de la teoría ortodoxa fue una
decisión consciente, y por ello es digno de mérito.
Quizá una de las razones de la gran
atracción que ejerce la teoría de la selección de grupo sea que está en
completa armonía con los ideales morales y políticos que la mayoría de nosotros
compartimos. Es posible que, con cierta frecuencia, nos comportemos
egoístamente como individuos, pero en nuestros momentos más idealistas,
honramos y admiramos a aquellos que ponen en primer lugar el bienestar de los
demás. Sin embargo, nos quedamos algo confusos cuando tratamos de establecer
los límites de lo que entendemos por el término «los demás». A menudo el
altruismo dentro de un grupo va acompañado de egoísmo entre los grupos. Esto es
la base del sindicalismo. A otro nivel, la nación es el beneficiario principal
de nuestro sacrificio altruista, y se espera que los jóvenes mueran como individuos
por una mayor gloria del país considerado en su conjunto. Más aún, son
estimulados a matar a otros individuos de los cuales nada se sabe, excepto que
pertenecen a una nación distinta. (Curiosamente, las llamadas en tiempos de paz
para que los individuos hagan pequeños sacrificios en proporción al aumento de
su nivel de vida parecen ser menos efectivas que las llamadas en tiempos de
guerra, cuando se les pide a los individuos que entreguen sus vidas.)
Recientemente se ha producido una
reacción en contra de los prejuicios raciales y del patriotismo y una tendencia
a considerar a toda la especie humana como objeto de nuestro compañerismo. Esta
ampliación humanista del objetivo de nuestro altruismo tiene un interesante
corolario que, de nuevo, parece apoyar la idea del «bien de la especie» en la
evolución.
Los políticamente liberales, que
normalmente son los voceros más convencidos de la ética de la especie,
manifiestan ahora el mayor de los desprecios por aquellos que han ampliado, en
mayor medida, las miras de su altruismo y han incluido a otras especies. Si yo
expreso que estoy más interesado en impedir el exterminio de las grandes
ballenas que en mejorar las condiciones de habitabilidad de las viviendas, es
muy posible que escandalice a alguno de mis amigos.
El sentimiento de que los miembros de
nuestra especie merecen una consideración moral especial en comparación con los
miembros de otras especies, es antiguo y se encuentra profundamente arraigado.
El hecho de matar a las personas, excepto en la guerra, es el crimen juzgado
con mayor severidad entre los cometidos comúnmente. Lo único que está sometido
a una prohibición mayor en nuestra cultura es comerse a las personas (aun si ya
están muertas). Sin embargo, gozamos al comer a miembros de otras especies. A
muchos de nosotros nos horrorizan las ejecuciones judiciales, aunque se trate
de los más espantosos criminales de la especie humana, al mismo tiempo que
aprobamos alegremente que se mate a tiros, sin juicio previo, a animales
considerados como plagas y que son bastante mansos. En realidad exterminamos a
miembros de otras especies inofensivas como un medio de recreación y
entretenimiento. Un feto humano, sin más sentimientos humanos que una ameba,
goza de una reverencia y una protección legal que excede en gran medida a la
que se le concede a un chimpancé adulto. Sin embargo, el chimpancé siente y
piensa y, según evidencia experimental reciente, puede ser aun capaz de
aprender una forma de lenguaje humano. El feto pertenece a nuestra propia
especie y se le otorgan instantáneamente privilegios y derechos especiales
debido a este factor. Si la ética del «especiecismo», para utilizar el término
empleado por Richard Ryder, puede ser planteada con una base tan lógica, tan
acertada, como aquella referente al «racismo», no lo sé. Lo que sí sé es que no
posee una base adecuada en la biología evolutiva.
La confusión en la ética humana sobre el
nivel en que el altruismo es deseable —familia, nación, raza, especie, o hacia
todos los seres vivientes— se refleja en una confusión paralela en biología, en
lo referente al nivel en el cual se puede esperar el altruismo de acuerdo a la
teoría de la evolución. Ni siquiera los partidarios de la selección de grupos
se sorprenderían al descubrir a miembros de grupos rivales mostrándose
animosidad unos a otros: de esta manera, al igual que los miembros de un
sindicato o los soldados, están favoreciendo a su propio grupo en la lucha por
los recursos limitados. Vale la pena preguntar cómo el partidario de la
selección de grupo decide cuál es el nivel importante. Si la selección se
produce entre grupos dentro de una especie, y entre las especies, ¿por qué no
se produciría, también, entre agrupaciones mayores? Las especies están
agrupadas en géneros, los géneros en órdenes, y los órdenes en clases. Los
leones y los antílopes son miembros de la clase Mamíferos, a la cual nosotros
también pertenecemos. ¿No deberíamos, entonces, esperar que los leones se
abstuviesen de matar a los antílopes «por el bien de los mamíferos»?
Seguramente deberían, en cambio, cazar pájaros o reptiles, con el fin de
impedir la extinción de la clase. Pero entonces, ¿qué pasaría con la necesidad
de perpetuar todo el fílum de los vertebrados?
Está bien que yo argumente por la reductio
ad absurdum y señale las dificultades que surgen ante la teoría de la
selección de grupo, pero la existencia aparente del altruismo individual aún
debe ser explicada. Ardrey llega hasta afirmar que la selección de grupo
constituye la única explicación posible para el comportamiento destinado a
llamar la atención en las gacelas de Thomson. Estos saltos vigorosos y
llamativos frente al predador es análogo a las llamadas de alarma de los
pájaros, en cuanto parece advertir a sus compañeros del peligro mientras,
aparentemente, llaman la atención del predador hacia sí mismos. Tenemos la
responsabilidad de explicar la actuación de estos ejemplares que llaman la
atención sobre sí mismos, como de otros fenómenos similares, y esto es algo que
voy a efectuar en capítulos posteriores.
Antes de hacerlo debo reivindicar mi
creencia de que la mejor forma de considerar la evolución es basarse en la
selección que ocurre en los niveles más inferiores. Al sostener esta creencia
reconozco que estoy profundamente influido por el excelente libro Adaptation
and Natural Selection, de G. C. Williams. La idea central que utilizaré fue
conjeturada por A. Weismann al finalizar el siglo, antes de que se hablase de
los genes, al plantear su doctrina de la «continuidad del germen-plasma».
Defenderé la tesis de que la unidad fundamental de selección, y por tanto del
egoísmo, no es la especie ni el grupo, ni siquiera, estrictamente hablando, el
individuo. Es el gen, la unidad de la herencia.[1] A algunos biólogos este planteamiento les podrá parecer, al
principio, una posición extrema. Espero que cuando aprecien en qué sentido lo
afirmo, estén de acuerdo en que es una posición, en esencia, ortodoxa, aun
cuando esté expresada de una manera insólita.
El desarrollo del argumento requiere un
tiempo, y debemos empezar desde el principio, a partir del origen de la vida
misma.
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